Atardece en verano. Las nueve y media, para ser exactos. Las campanas dan la hora mientras bandadas de vencejos comunes cruzan con su vuelo rápido la explanada de la Basílica de Covadonga.
De las laderas boscosas que rodean el lugar emerge el canto aflautado de un mirlo, que será de los últimos en callar antes de que caiga la noche. El empedrado del suelo, la fachada de la iglesia y la humedad de la tarde filtran, reflejan y tamizan los sonidos, que adquieren así un brillo especial.