Esa misma noche parece que nadie duerme dentro del dormidero de grullas instalado en las orillas fangosas del Tiétar. Las aves están inquietas, y el griterío no cesa. Continuamente, bandos más o menos grandes levantan el vuelo, describen un círculo y, sin ningún lugar al que dirigirse, vuelven a posarse, entre un barullo de gritos, trompeteos y sacudidas de alas.
A veces, sobre el barullo generalizado, se reconocen los silbidos agudos de los jóvenes nacidos la pasada primavera, un sonido que desaparecerá a medida que avance la mala estación. Sociales y cooperantes, las grullas emiten unas llamadas características, como órdenes asustadas, para atraer de nuevo a sus compañeras más asustadizas.
Con las primeras luces, uno a uno los bandos van saliendo, grises contra la niebla gris. El primero que arranca arrastra tras de sí a pequeños grupos que parten en todas las direcciones. Y el trompeteo se expande, a larga distancia, por las sierras de Monfragüe.