En verano, en cualquier arboleda, a cualquier hora del día, la voz lejana del cuco marca el paso de las horas.
Mucho antes del amanecer, cuando la luz empieza a clarear, en la atmósfera del bosque resuenan las llamadas del día. El cuco está entre los primeros, pero no es el único. Junto a él canta un mirlo, estalla un chochín, parlotea un petirrojo.
La voz del cuco no siempre se ajusta a su nombre. A veces la doble nota se convierte en una rápida carcajada.
A media mañana el cuco canta desde una mata de robles, un paisaje cerrado. Suena la doble nota, intercalando pausas de silencio, acompañada por todo el elenco forestal y los primeros grillos y saltamontes, que templan los élitros con el aire ya tibio de la mañana. Por encima de las copas, en vuelo coronado, maúlla un ratonero. Y desde las profundidades del bosque llega la llamada de un azor.
El sol empieza a declinar hacia el oeste. Aún queda mucho para la noche, pero en el bosque la actividad se acelera. Grazna una corneja. La llamada del cuco siempre engaña; resuena y parece una declamación desde la distancia, pero en realidad es mucho más suave y el ave, aún estando muy cerca, parece lejana. El cuco, siempre burlándose de quienes le escuchan.
La verdadera hora del cuco. Anochece, el bosque es una sombra. Ahora sí, los grillos rascan a conciencia con las alas. Y un cuco asoma en la distancia. En un claro del bosque se acerca la silueta de una becada volando en círculos sobre las copas, recortada contra el cielo negro e iluminada por la luna. Y todo con la letanía burlona del cuco resonando a nuestra espalda.