Para los antiguos habitantes de Tenerife, el Teide no era solo una gran montaña: era un lugar sagrado. Los guanches, como se conocía a los aborígenes de la isla, lo llamaban Echeyde, que significa “morada de Guayota, el Maligno”. Según su mitología, Guayota secuestró al dios del Sol, Magec, y lo encerró en el interior del Teide, sumiendo la isla en la oscuridad. Ante esta situación, los guanches pidieron ayuda a Achamán, el dios supremo del cielo, quien logró liberar al Sol, derrotar a Guayota y cerrar la boca del volcán con una gran roca: el actual “Pan de Azúcar”, el cono final que corona el Teide.
Curiosamente, esta antigua leyenda podría coincidir con una erupción histórica del Teide. En 1492, cuando Cristóbal Colón partía hacia América, su hijo Fernando relató en un libro que, al pasar cerca de Tenerife, vieron salir llamaradas de la montaña más alta de todas las islas.
Pero el Teide no era solo un símbolo espiritual para los antiguos habitantes de Tenerife. También desempeñaba un papel crucial en su supervivencia. Durante el verano, los pastores guanches conducían sus rebaños hasta las cumbres, aprovechando los pastos de alta montaña que ofrecía la zona de Las Cañadas. Esta práctica estacional de aprovechamiento ganadero fue posteriormente adoptada por los conquistadores, quienes también subían sus rebaños para beneficiarse de la vegetación de altura.
Este lugar no solo ha fascinado a pueblos antiguos, sino también a científicos de todo el mundo. El primer naturalista en estudiar su flora fue el alemán Alexander von Humboldt, quien visitó la isla en 1799. Antes, en 1724, el botánico Feuillée describió por primera vez la emblemática violeta del Teide. Y ya en el siglo XX, el sueco Sventenius dedicó años de trabajo a conocer y proteger la vegetación de este extraordinario entorno natural.